Jamás era el país en el que vivía. Era un país sin retorno. No me gustaba. Japón era mi país, el que yo había elegido, pero él no me había elegido a mí. Jamás me había designado: era súbdito del estado de jamás. Los habitantes de jamás no tienen esperanza. El idioma que hablan es la nostalgia. Su moneda es el tiempo que transcurre: son incapaces de ahorrar y su vida se dilapida hacia un abismo llamado muerte y que es la capital de su país. Los jamasianos son grandes constructores de amores, de amistades, de escritura y otros desgarradores edificios que contienen su propia ruina, pero son incapaces de construir una casa, una mirada, ni siquiera algo que se parezca a un hogar estable y habitable. Sin embargo, nada les parece tan digno de codicia como un montón de piedras convertidas en su domicilio. Una fatalidad les oculta esa tierra prometida desde el preciso instante en el que creen tener la llave. Los jamasianos no creen que la existencia sea un proceso de crecimiento, una acumulación de belleza, de sabiduría, de riqueza y de experiencia; desde el momento de nacer, saben que la vida es disminución, pérdida, desposesión, desmembramiento. Se les otorga un trono con el único objetivo de perderlo. Desde los tres años, los jamasianos saben lo que la gente de los otros países apenas saben a los sesenta y tres años.
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